A veces siento que cuando intentás mantener las aguas tranquilas, la vida se encarga de revolverlas con furia. Estás avanzando, terminando tu carrera, con la ilusión de que el caos ha quedado atrás, y de pronto —así, sin aviso— la burbuja en la que respirabas se revienta. Para mí, eso fue el 2018. Venía de un 2017 extraño: un año que se suponía sería de descanso, pero que llegó con tragedias que remecieron cada rincón de mi mundo. Desde entonces no he conocido la pausa. No ha sido una sola cosa, ha sido un eco continuo. 2017 me dio una de esas sorpresas que creés que nunca te van a pasar, y 2018… 2018 me entregó un país en llamas. Pero la verdad es que todo comenzó mucho antes. Quizás en 2013. Tal vez 2014. Las primeras protestas por el seguro social fueron como una grieta que apenas se notaba, pero que ya anunciaba la fractura. Yo sabía que no podía quedarme al margen. Terminé detrás del edificio del INSS, bajo una carpa improvisada, rodeada de estudiantes y algunos docentes, brindando atención médica a los adultos mayores que se atrevieron a protestar. Esa fue mi primera trinchera. En realidad, el 2018 comenzó en 2013. Porque todo esto no fue espontáneo, fue una acumulación de silencios, abusos, y heridas abiertas. Lo del INSS fue solo una chispa más, en el segundo mandato de Ortega, cuando ya el Estado había empezado a girar la mirada en contra de su propio pueblo. Ahí fue cuando lo supe con certeza: lo que estaba estudiando, lo que me enseñaban en las aulas, servía. Tenía propósito. Mi carrera podía ser una herramienta para sostener cuerpos y almas en medio del colapso. Y entonces llegó Abril del 2018. Recuerdo con claridad que las primeras protestas surgieron tras el incendio en la Reserva Indio Maíz. Era una indignación ecológica, un dolor por la tierra. Pero lo que siguió fue imparable: los ancianos del INSS salieron de nuevo, esta vez con más firmeza, y los estudiantes salieron a respaldarlos. Cuando quisimos darnos cuenta, la represión ya nos rodeaba. El 20 de Abril del 2018 fue un punto de no retorno. Ese 20 de abril no solo se apagaron las luces del centro. Se apagó algo en nosotros también. Algo se rompió. La idea de que el hospital era un lugar sagrado, que la policía estaba para proteger, que podíamos reunirnos sin miedo. Todo se transformó. Mi vida, mi país, mi visión del futuro. Todo. Estaba en una reunión en el hospital, cuando el ambiente en la ciudad cambió súbitamente. Afuera, la gente se reunía, buscando apoyo para lo que había sucedido días antes, cuando un grupo de ancianos protestó contra el gobierno y fue brutalmente reprimido. La violencia no tardó en escalar. Esta vez, el gobierno no utilizó discursos o promesas vacías; recurrió a los paramilitares, esa fuerza pro-gobierno, civiles armados que se encargaron de hacer el trabajo sucio de la policía. Lo que vino después fue predecible. León, ciudad universitaria por excelencia, vio cómo los estudiantes, acostumbrados a no callarse ante la injusticia, comenzaron a unirse. Lo que comenzó como una manifestación de apoyo a los ancianos se transformó en algo mucho mayor. Cuando terminé mi reunión en el hospital y volví a casa, sentí una tensión en el aire. Algo había cambiado, la ciudad ya no se sentía la misma. Al día siguiente regresé al hospital, y al caminar hacia la parte trasera, cerca de la facultad de medicina de Universidad Nacional Autonoma de Nicaragua - Leon (UNAN-Leon), pude ver cómo la situación se desbordaba. Un grupo a favor del gobierno había instalado una pancarta en la esquina, con el típico lema oficialista. De repente, el ambiente se tornó caótico. Los gritos, las discusiones, las miradas desafiantes, todo se transformó en violencia cuando los antimotines, la policía especial y los paramilitares aparecieron detrás de la pancarta. Para mi sorpresa, incluso miembros de la policía salieron del hospital. En medio de la confusión, la gente comenzó a correr mientras gas lacrimógeno llenaba el aire. Golpes, disparos de balas de goma, el sonido de los vidrios rompiéndose… el caos se desató. Corrí hacia el lado norte del hospital, hacia la calle donde se encontraba el tanque de oxígeno que abastecia al Hospital Escuela "Oscar Danilo Rosales Arguello", una gigantesca estructura de unas 35 toneladas, altamente volátil. Escuchaba ruidos extraños que impactaban en el tanque, y mi mente solo pensaba en lo peor: Ahorita explota eso. No sabía qué estaba ocurriendo, no me detuve a mirar, pero en un momento vi a una persona tirada en el suelo. Instintivamente, me agaché para ayudar, pero un estallido ensordecedor me paralizó. Algo me empujó hacia atrás, estoy segura que fue una bomba de luz que habia tirado la policia. Estando en el piso, sentí que alguien me tomó por la mochila y me levantó, mientras el ruido agudo de las explosiones retumbaba en mis oídos. Recuerdo que, aun atónita, corriendo y con el humo sin dejar ver bien, comencé a escribir a todos mis amigos y compañeros que estaban allí, buscando seguridad. Cuando me di cuenta ya habia llegua a la iglesia La Merced, a unas dos o tres cuadras del hospital, y la situación hasta ese momento me pude detener a ver como la situacion habia empeorado. La policía no dejaba de perseguir a la gente. Negocios fueron destruidos, y como habiamos corrido, como si nuestras vidas dependieran de cada paso. Al llegar a la esquina de una heladería, vi a un grupo de personas saliendo de las instalaciones del Consejo Estudiantil de la UNAN-Leon. No eran estudiantes, ni gente de la protesta, sino individuos claramente alineados con el gobierno. A lo lejos, vi cómo rompían los cristales de una pizzería, y, en un parpadeo, me vi corriendo de nuevo, esta vez sin mirar atrás. Después de recorrer varias calles aledañas, evitando el centro de la ciudad, logré llegar a casa. Abrí la puerta, cerrándola rápidamente tras de mí, pero algo me impulsó a abrirla de nuevo. Fue entonces cuando vi lo que no quería ver: las luces del centro se apagaron, una a una. En ese instante, entendí que nada sería igual. Me senté en mi silla mecedora, me quité la mochila, y el olor a pimienta, humo y sudor llenó la habitación. Tenía cortes en las manos sin saber cómo me los había hecho. Ese día, comprendí que la vida, tal como la conocía, había cambiado para siempre. A la mañana siguiente, despertamos con la noticia de que uno de los edificios en el centro de la ciudad había sido incendiado. Nadie sabía quién lo había hecho, pero la incertidumbre se apoderó de todos. Lo único que recordaba claramente era ver a los miembros del gobierno salir de ese mismo edificio, y la sospecha de lo que estaba sucediendo se instaló en mi mente. Esa mañana, tuve una pequeña plática con un colega de Managua. No sé de dónde surgió exactamente, pero lo primero que pensé fue que debía encontrar una manera de ayudar. Así que me dirigí a uno de los centros de apoyo que se había instalado en León, donde unas monjas estaban brindando asistencia. Varias personas llegaban preguntando dónde podían dejar donaciones, y todos eran redirigidos hacia la estación de bomberos, que estaba a unas dos cuadras. Caminé hasta allá y vi que había muchos médicos, estudiantes y voluntarios; la gente se estaba organizando. Me encontré con varias personas que ya conocía del gremio: algunos amigos, otros estudiantes, médicos de alto nivel. Estaban organizando donaciones, estableciendo protocolos y coordinando la atención. Ese iba a ser nuestro punto de organización. Con el paso de los días, la situación fue escalando. La gente participaba con más fuerza en las protestas, el gobierno reprimia cada intento posible de rebeldia. Nosotros decidimos mantenernos en una posición neutra. Ese fue nuestro compromiso desde el inicio: Brindar atención médica a quien lo necesitara, sin importar de qué lado estuviera. Con el tiempo, vimos cómo algunos se alejaban de esa neutralidad, pero quienes nos quedamos decidimos seguir firmes en ese principio. Mientras más tiempo pasábamos en la estación de bomberos, más entendíamos la importancia de esa institución. El compañerismo, la solidaridad y el espíritu de familia nos envolvieron. Al cabo de unas semanas, decidimos unirnos como voluntarios del cuerpo de bomberos. Nos capacitamos como cualquier otro bombero en temas de rescate, primeros auxilios e incluso manejo de incendios, pero nuestro rol principal era brindar atención médica. Cabe señalar que, si bien pertenecíamos al cuerpo de bomberos, nuestra labor en las protestas la realizábamos como civiles. Durante cinco o seis meses, asistimos a marchas, caminatas y concentraciones de ambos lados, prestando atención médica a quienes lo necesitaban. Nosotros no portábamos armas ni ningún tipo de explosivo. Siempre íbamos identificados con una cruz azul y una pañoleta blanca. Llevábamos cascos con cruces y la leyenda “cuerpo médico”, como una forma de protegernos y evitar confusiones. A las pocas semanas, notamos un cambio preocupante: las heridas ya no eran por gases lacrimógenos o balas de goma. Comenzamos a ver impactos de bala. Comprendimos que aquello ya no era solo una protesta; se estaba convirtiendo en un conflicto armado. En varias ocasiones quedamos atrapados en medio de los disparos. Una vez, ibamos a cruzar de una calle a otra cuando de repente, alguien nos detuvo. En un instante, la persona que iba adelante de mí fue jalada hacia atrás por su mochila. Apenas tuvimos tiempo de reaccionar cuando escuchamos las detonaciones. Desde donde estábamos, pudimos ver cómo las balas impactaban contra las paredes de las casas en la calle de enfrente, justo por donde íbamos a pasar. El aire se llenó de un ruido ensordecedor, y el peligro estaba demasiado cerca, demasiado real. En otra ocasión, recuerdo que estábamos afuera de una iglesia, y todos sabíamos que había un francotirador en las cercanías. Habíamos atendido a varias personas que habían sido alcanzadas por sus disparos. Una de ellas tenía una herida grave en la cabeza. Afortunadamente, había un cirujano plástico cerca que nos ayudó a evaluar la herida y a cerrarla. Era un momento crítico. Los hospitales no estaban recibiendo a nadie que no estuviera a favor del gobierno; habían decidido cerrar sus puertas. La mayoría de los hospitales públicos en Nicaragua se negaban a atender a los heridos, dejando a muchos a su suerte. Sin embargo, uno de los hospitales privados seguía trabajando, pero no todos podían costear ese tipo de atención. En ese contexto, nos vimos obligados a improvisar y brindar la mayor ayuda posible en el campo. Aprendimos a hacer suturas con herramientas mínimas, utilizando hilos de diferentes calibres y lo que tuviéramos a la mano para detener hemorragias: vendajes, servilletas o incluso tampones. Fue en medio de este caos que tuvimos que atender una herida causada por un disparo de francotirador, a solo unos centímetros de la cavidad craneal. Por suerte, el disparo solo afectó la piel y el tejido subcutáneo, pero la situación fue angustiante. Mientras el cirujano plástico se encargaba de la intervención, un equipo de enfermeras y otros voluntarios colaborábamos, ayudando en todo lo que podíamos para salvar a la persona herida. Ese día, recuerdo que estaba con uno de mis amigos afuera de la iglesia, comiendo en la acera. De repente, escuchamos un par de ruidos largos, como "tu tu tu tu", y al mirar hacia arriba, vimos cómo comenzaba a caer tierra. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que las balas estaban impactando en la pared detrás de nosotros. En un instante, dejamos la comida, nos tiramos al suelo y corrimos hacia adentro de la iglesia. La puerta se cerró detrás de nosotros con rapidez, y desde dentro solo podíamos escuchar el sonido de las balas chocando contra la pared. Mi teléfono había quedado afuera, y en ese momento, nadie pensó en grabar lo que estaba sucediendo. No estábamos pensando en nada más que en ponernos a salvo. A la salida de León, la oposición había creado una especie de tranque, y varias personas se quedaban allí para protegerla. Ese día, la situación se volvió aún más tensa cuando comenzó un enfrentamiento entre paramilitares y los opositores. En medio del caos, las personas intentaban refugiarse en las casas cercanas, incluyéndome. Me quedé en una de esas casas, rodeada de un ambiente de miedo y tensión. Estaba con un doctor, un médico que nunca imaginé que sería el más activo en ese momento, pero si alguien entendió lo que significaba ser médico en una situación como esa, fue él. En esa casa, estábamos nosotros, el doctor y otras personas, tratando de mantener la calma mientras afuera el peligro se intensificaba. A pesar de estar refugiados en esa casa, sabíamos que no podíamos quedarnos ahí para siempre. La situación seguía empeorando, así que comenzamos a buscar formas de salir. Pensamos en las salidas traseras, en las opciones por el frente, pero estábamos rodeados de paramilitares que ya habían quemado una motocicleta fuera de la casa y estaban moviendo los vehículos. Decían que no iban a hacernos daño, pero también decían que golpearían todo lo que se les pusiera en frente. La incertidumbre de lo que podía pasar en cualquier momento nos mantenía en constante alerta. Recuerdo ese día con una intensidad difícil de describir. Afuera, junto a los paramilitares vi a un familiar mío, que era parte de la oposición, en un contexto donde ya se estaban comenzando a perder vidas, a desaparecer personas y a encarcelar a otros sin motivo alguno. La rabia que sentí en ese momento era indescriptible; no entendía cómo alguien podía creer que lo que estaba sucediendo estaba bien, cómo podían justificar tanto sufrimiento. La situación era cada vez más desesperante. Tuvimos que esperar a que llegaran los sacerdotes, ya que la iglesia católica estaba ayudando como mediadora. Teníamos la esperanza de que su intervención podría ayudarnos a salir con vida. Lo más impactante de esa experiencia fue que, cuando finalmente salimos, no íbamos solos. Íbamos con los sacerdotes, pero tras nosotros, un grupo de paramilitares y miembros de la sociedad civil a favor del gobierno nos seguían sin que supiéramos cuáles eran sus intenciones. La incertidumbre era total. Sin embargo, logramos llegar a otra iglesia y nos refugiamos allí, esperando que llegara el día siguiente. Pasamos la noche en el interior, donde las horas parecían no tener fin, hasta que al amanecer, una ambulancia del cuerpo de bomberos llegó para recogernos. Nunca imaginé que dormiría en la banca de una iglesia, pero en ese momento, era la opción más segura. Al pensar en esos días, recuerdo con tristeza la primera persona a la que tuve que declarar fallecida durante el conflicto, ese es uno de los recuerdos más difíciles que guardo. Estábamos cerca de una universidad, donde se había informado que iba a haber un enfrentamiento. Decidimos ir a la zona, manteniendo siempre una distancia segura. Pasaron horas de incertidumbre, de pie, esperando lo inevitable. En un momento, me senté un poco, buscando alivio en medio de la tensión. Fue en ese instante cuando vi a una persona del lado de la oposición, que llevaba una puerta de refrigerador como escudo. Se puso frente a mí, y creo que le dije "gracias", aunque no estoy segura de si las palabras fueron exactas. Era una persona con discapacidad. El tiempo pasó, y al cabo de unos minutos, comenzamos a escuchar los disparos. En ese momento, ya teníamos claro dónde podíamos atender a los heridos, en caso de que fuera necesario. La adrenalina y el miedo estaban a flor de piel, pero sabíamos que el deber nos llamaba, a pesar de todo lo que estaba en juego. Hoy había un equipo listo para encargarse del traslado de los heridos, mientras que otro grupo asumía la responsabilidad de la atención médica. Los heridos comenzaron a llegar rápidamente, y nos pusimos a trabajar con urgencia. Estábamos un equipo compuesto por paramédicos de los bomberos, la Cruz Roja Nicaraguense, y nosotros, los médicos. La Cruz Roja se encargaba del transporte de los heridos, mientras nosotros atendíamos lo que podíamos en el lugar. En un momento, trajeron a una persona que parecía grave, y me pidieron que la revisara. Como yo era la única doctora presente en ese momento, así que me acerqué. Cuando lo vi, me di cuenta de que tenía un disparo en la parte posterior de la cabeza. Le dieron vuelta, y para mi sorpresa, era la misma persona que se había puesto frente a mí con la puerta del refrigerador como escudo. Revisé sus signos vitales, pero no había nada. No escuchaba ningún latido, ningún signo de vida. Esa persona ya había fallecido. Lo cubrimos con una sábana, y tuvimos que continuar con el trabajo, como si nada, a pesar del impacto de esa escena. Poco después, los bomberos regresaron a la casa donde estábamos, pero no podían moverse. A pesar de que llevaban una bandera blanca, aún recibían disparos, y podíamos ver cómo las balas perforaban la bandera. La situación era cada vez más peligrosa. Decidimos quedarnos en ese lugar, esperando que la tensión disminuyera. Tuvimos comunicación con la base de bomberos, y me imagino que alguien debió haber hablado con la policía, porque finalmente hubo un cese al fuego que nos permitió movilizar a los heridos. La siguiente parte fue aún más desgarradora. Tuvimos que correr con camillas, con heridos a cuestas. Brazos rotos, heridos de balas y aplastamiento. Corríamos dos o tres cuadras, todo mientras la adrenalina y el miedo nos empujaban a no detenernos. Pero tuvimos que dejar a la persona que había fallecido en la casa, la Cruz Roja se iba a encargar de su transporte al hospital. Nosotros no podíamos llevar a los muertos, solo a los heridos. Las situaciones de riesgo sucedían sin cesar, y cada vez sentíamos que podríamos ser nosotros los siguientes. Mis familiares me preguntaban constantemente cuándo iba a dejar todo esto, pero en ese momento sentí un deber, una responsabilidad que no podía ignorar. No era algo que quisiera que volviera a suceder, ni una experiencia que quisiera repetir, pero durante esos siete largos meses de 2018, viví esas experiencias intensamente, con cada herido, cada decisión y cada vida que pasaba por mis manos.